sábado, 3 de febrero de 2018

La democracia brasileña está en peligro


En este momento, la supervivencia de la democracia brasileña está en manos de la izquierda y el centroizquierda. Sólo pueden tener éxito en esta exigente tarea si se unen. Las fuerzas de izquierda son diversas y la diversidad debe ser bienvenida.

Boaventura de Sousa Santos / Página12

Vivimos un tiempo de emociones fuertes. Para quienes –como yo y tantos otros– acompañamos en estos años las luchas e iniciativas en el sentido de consolidar y profundizar la democracia en Brasil y de contribuir a una sociedad más justa, menos racista y menos prejuiciosa, este no es un momento de júbilo. Para quienes –como yo y tantos otros– en las últimas décadas nos dedicamos a estudiar el sistema judicial brasileño y a promover una cultura de independencia democrática y de responsabilidad social entre los jueces y los jóvenes estudiantes de Derecho, este es un momento de gran frustración. Para quienes –como yo y tantos otros– estuvimos atentos a los objetivos de las fuerzas reaccionarias brasileñas y del imperialismo norteamericano en el sentido de volver a controlar los destinos del país –como siempre hicieron, aunque esta vez pensaban que las fuerzas populares y democráticas habían prevalecido sobre ellas–, éste es un momento de algún desaliento. Las emociones fuertes son preciosas si son parte de la razón caliente que nos impulsa a continuar; si la indignación, lejos de hacernos desistir, refuerza el inconformismo y alimenta la resistencia; si la rabia ante sueños injustamente destrozados no liquida la voluntad de soñar.

Este no es el lugar ni el momento para analizar los últimos quince años de la historia de Brasil. Me concentro en los últimos tiempos. La gran mayoría de los brasileños saludó el surgimiento de la operación Lava Jato como un instrumento que contribuiría a fortalecer la democracia por la vía de la lucha contra la corrupción. Sin embargo, frente a las chocantes irregularidades procesales y la grosera selectividad de las investigaciones, pronto nos dimos cuenta de que no se trataba de eso sino de liquidar, por la vía judicial, tanto las conquistas sociales de la última década como las fuerzas políticas que las hicieron posibles. Sucede que las clases dominantes pierden frecuentemente en lucidez lo que ganan en arrogancia. La destitución de Dilma Rousseff, que tal vez fue la presidenta más honesta de la historia de Brasil, fue la señal de que la arrogancia era la otra cara de la casi desesperada impaciencia por liquidar el pasado reciente. Fue todo tan grotescamente obvio que, por un momento, los brasileños consiguieron apartar la cortina de humo del monopolio mediático. La señal más visible de su reacción fue el modo en que se entusiasmaron con la campaña por el derecho del ex presidente Lula da Silva a ser candidato en las elecciones de 2018, un entusiasmo que contagió incluso a aquellos que no lo votarían si fuese candidato. Se trató, pues, de un ejercicio de democracia de alta intensidad.
Sin embargo, tenemos que convenir que, desde la perspectiva de las fuerzas conservadoras y del imperialismo norteamericano, la victoria de este movimiento popular era algo inaceptable. Dada la popularidad de Lula Silva, era muy posible que ganara las elecciones en caso de ser candidato y eso significaría que el proceso de contrarreforma que se había iniciado con la destitución de Dilma Rousseff y la conducción política del Lava Jato habría sido en vano. Toda la inversión política, financiera y mediática habría sido desperdiciada, todas las ganancias económicas ya obtenidas estarían en peligro o perdidas. Desde el punto de vista de estas fuerzas, Lula no podía volver al gobierno. Si el Poder Judicial no hubiera cumplido su función, tal vez Lula fuera víctima de un accidente de aviación o algo similar. Pero la inversión imperial en el Poder Judicial (mucho mayor de lo que se puede imaginar), permitió que no se llegara a tales extremos.

La democracia brasileña está en peligro y sólo las fuerzas políticas de izquierda y de centroizquierda pueden salvarla. Para muchos quizá sea triste constatar que en este momento no es posible confiar en las fuerzas de derecha para colaborar en la defensa de la democracia. Pero esa es la verdad. No excluyo que haya grupos de derecha que sólo se reconozcan en los modos democráticos de luchar por el poder; pese a eso, no están dispuestos a colaborar genuinamente con las fuerzas de izquierda. ¿Por qué? Porque se ven como parte de una elite que siempre gobernó el país y que aún no se ha curado de la herida caótica que le infligieron los gobiernos lulistas, una herida profunda que proviene del hecho de que un grupo social extraño a la elite osó gobernar el país y, encima, cometió el grave error (y fue realmente grave) de querer gobernar como si fuese una elite.

En este momento, la supervivencia de la democracia brasileña está en manos de la izquierda y el centroizquierda. Sólo pueden tener éxito en esta exigente tarea si se unen. Las fuerzas de izquierda son diversas y la diversidad debe ser bienvenida. Además, una de ellas, el PT, sufre el desgaste de haber gobernado, un desgaste que fue omitido durante la campaña por el derecho de Lula a ser candidato. Pero a medida que entramos en el período post Lula (por más que cueste a muchos), el desgaste pasará factura y la mejor manera de enfrentarlo es democráticamente, a través de un retorno a las bases y de una discusión interna que lleve a cambios de fondo. Seguir evitando esta discusión bajo el pretexto del apoyo unitario a otro candidato es una invitación al desastre. El patrimonio simbólico e histórico de Lula salió intacto de las manos de los justicieros de Curitiba & Co. Es un patrimonio a preservar para el futuro. Sería un error desperdiciarlo, usándolo instrumentalmente para indicar nuevos candidatos. Una cosa es el candidato Lula; otra, muy diferente, son los candidatos de Lula. Lula se equivocó muchas veces y los nombramientos para el Supremo Tribunal Federal así lo están mostrando. La unidad de las fuerzas de izquierda debe ser pragmática, pero basada en principios y compromisos detallados. Pragmática, porque lo que está en juego es algo básico: la supervivencia de la democracia. Pero con principios y compromisos, porque el tiempo de los cheques en blanco le causó mucho mal al país en todos estos años. Sé que, para algunas fuerzas, la política de clase debe ser privilegiada, mientras que, para otras, las políticas de inclusión deben ser más amplias y diversas. La verdad es que la sociedad brasileña es una sociedad capitalista, racista y sexista. Y es extremadamente desigual y violenta. Entre 2012 y 2016 fueron asesinadas más personas en Brasil que en Siria (279 mil contra 256 mil), a pesar de que el país asiático estaba en guerra y Brasil, en “paz”. La izquierda que piensa que sólo existe la política de clase está equivocada, la que piensa que no hay política de clase está desarmada.

* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra y Wisconsin-Madison.

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